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11 Noches

Una novela escrita por Craig Cavanagh y con la indispensable y meticulosa edición de Mar Rodríguez Aragón

 

 

Mientras las fiestas populares llegan a su fin en la ciudad mundana de Sinalgo, los habitantes se sorprenden al ver que la noche no termina.  Al principio la prolongación de la oscuridad les da una excusa para continuar con la marcha pero las horas pasan y pasan sin que la luz del sol aparezca. Pronto se dejan llevar por los excesos de la noche y la ciudad se convierte en un campo de batalla de hedonismo desenfrenado. Solo un grupo pequeño de personas son capaces de asimilar lo que está ocurriendo en la ciudad y luchar a contratiempo para restaurar la luz para que ésta pueda volver a la normalidad. 

 

Ilustración de Brent Atkinnson

11 Noches – Sección Uno

                  Al fin salió el sol para dar algo de vida al parque. El día había comenzado de forma triste y la gente que pasaba por allí dejaba notar en sus caras las intenciones del viento y frío que amenazaban con estropear su día. Pero el sol apareció y, con él, el cambio en las caras de las personas. Uno de ellos, sentado en un banco era Víctor Álvarez, un anciano de más de ochenta veranos, para quien el momento más feliz del día era bajar al parque. El frío se le había colado por los huesos pero cuando el sol tomó contacto con su frágil cuerpo, parecía experimentar una especie de rejuvenecimiento que hizo que su mente recordara viejas glorias de la trayectoria de su vida. Con el sol lamiendo su cara, Víctor se sentía diferente,  volvió a ser el de antes.

                  Los árboles que antes no se dejaban ver con la triste luz de la tarde de pronto mostraron audazmente sus colores, su potencia, imponiéndose sobre el paisaje con un alarde de poderío que te hacía preguntar cómo no podías haberlos notado antes. El sol hizo lo propio también con el lago, el agua empezaba a brillar e invitaba a los patos  a disfrutar de la tarde. El canto de los pájaros volvía a crear una banda sonora para las personas que por allí pasaban. Las cosas más sencillas, las cosas más fáciles de olvidar, las cosas que hacen que la vida valga la pena, se colocaron en primer plano. La vida había vuelto.

                  Víctor Álvarez comenzó a moverse por los senderos del parque, perdido en sus recuerdos, preguntándose cómo había pasado tanto tiempo desde aquellos momentos gloriosos que ocupaban sus pensamientos. Pudo ver su reflejo en el agua del lago y tomó una decisión. No se iba a ver como un viejo más, el sol le daría fuerzas, aprovecharía el poder del sol para sentirse joven, para vivir el tiempo que le quedara con alegría y el más puro espíritu de carpe diem. Mientras veía crecer el transito del parque, ideó un plan para la noche, para cuando su cuerpo, regenerado por el sol, saliera a buscar travesuras impropias de alguien de su edad.

                  Eran las fiestas del pueblo las que se inauguraban aquella noche en la plaza. Víctor decidió que se permitiría el lujo de un par de vinitos, quizás tres, y se ligaría a la viuda de Ramírez, diez años más joven que él. Víctor pasó por el parque con una sensación de excitación en su ser; el sol siempre tenía un efecto positivo pero ese día era algo realmente especial, parecía una señal para vivir el momento porque algo le decía que se avecinaban momentos menos indicados para el disfrute. Víctor no hacía caso a las posibles razones por lo que esto podía ser así, ni se molestaba en pensar en el tiempo perdido, sólo valía el momento presente.

                  Cuando llegó a su casa abrió todas las persianas para que entrara la luz de la tarde, su fuente de energía. Juraba tener ya diez años menos que cuando salió al parque, se rió pensando que a ese paso sería demasiado joven para la viuda cuando empezaran las fiestas. Miró la foto de su mujer, que ya no estaba con nosotros, y que le dijo en su lecho de muerte que siguiera con su vida, que no se quedara en el olvido. Ahora Víctor entendía el significado de ese mensaje. Tomó la decisión de que sus trajes no eran adecuados para el evento. Aun quedaba una hora para que cerrasen las tiendas y se dirigió al centro.

                  La ciudad de Sinalgo era como tantas otras repartidas por todo el mundo; no era un sitio malo, ni bueno. Era difícil de describir porque carecía de cosas dignas para ser descritas. Si uno tuviera que ponerle un adjetivo a la ciudad, ese adjetivo sería “mediana”, en el sentido de “del montón”. Todo en la ciudad cumplía con la media nacional: la tasa de desempleo, el coste del suelo, los niveles de felicidad, todo lo que se pudiera usar para medir la vida de un sitio indicaba que en Sinalgo nada destacaba por ser excesivamente bueno ni malo.

                  Una ventaja que sí tenía era su ubicación costera, pero tampoco era un gran centro turístico, el tiempo no siempre acompañaba y, como es normal en un sitio que tenía tan poco de especial, la gente parecía elegir otros lugares. A Víctor le encantaba el paseo marítimo, era un amante de su ciudad, reconocía que faltaban cosas pero la ciudad se había portado bien con él, y él le estaba agradecido.

                  Víctor se compró su traje nuevo en la tienda de Hugo Boss. Le encantó cómo los dependientes le miraron de reojo y susurraron entre ellos. Le daba igual lo que pudieran pensar de él, el sol seguía brillando y le seguía dando fuerzas. Mientras, los dependientes esperaban ansiosamente para cerrar, Víctor eligió una corbata atrevida, y con la mirada dijo a una chica de apenas veinte años – con esta corbata, jovencita, me voy a tirar a la viuda -. Al salir de la tienda no pudo contener la risa. Tras unos instantes en que los transeúntes hubieran pensado que era preso de un ataque de Alzheimer, si es que alguno hubiera tomado la molestia de notar su presencia, se recompuso y emprendió el camino a casa a vestirse.

                  Pasaban las horas y el sol comenzó a brillar con una fuerza cada vez menos intensa. En otras ocasiones, la llegada de la noche había sido causa de tristeza para Víctor, pero ese día era diferente, se sentía como su teléfono móvil, recargado y listo para mucho uso. Se miró al espejo diciéndose a sí mismo -¡Viejo tonto!- y salió de su casa.

                  La gente del barrio, los de siempre, los que le veían, sí se dieron cuenta del cambio. Entre gritos y silbadas Víctor paseaba por su calle como un joven. Más de uno tuvo que mirar dos veces para preguntarse si era Víctor pero sí, lo era. Entró en el bar de la esquina, el bar de Pepe, y se pidió una copa de Rioja, el más caro que tuviera, y una tapa de jamón, véase la exigencia anterior. Pepe no se alegró de tener que abrir una botella de vino caro para poner una copa solo, así que Víctor, con ganas de repartir la felicidad que se había apoderado de él, invitó a los otros parroquianos. Con el vino dentro del cuerpo cogió el camino hacia el recinto ferial en busca de la viuda.

                  Las fiestas populares fueron, al principio, un intento de unir a la comunidad y engendrar una especie de orgullo patrio que buena falta hacía en la ciudad. La realidad era algo diferente, los jóvenes a lo suyo, intentando conseguir un nivel de diez por ciento de sangre en su flujo de alcohol, los treintañeros solteros desesperados por cambiar eso, los treintañeros casados  desesperados por cambiar eso aún más; las inevitables peleas después de esa “copa de más”… tantos tópicos que dividían la ciudad entre aquellos que las amaban y aquellos que las odiaban. Lo único en lo que coincidía todo el mundo era en que el acto de inauguración era un suplicio, el discurso  del alcalde, interminable, sin renovar los chistes en todo el mandato, y que ninguna copa tendría el mismo sabor dulzor que la primera.

                  Víctor utilizó el tiempo del discurso para pensar en su estrategia. Observaba a los jóvenes y la facilidad con que ligaban, maldecía su época y las dificultades del cortejo en aquellos días. Con la mente en otra parte, no se dio cuenta de que la música había empezado y que la gente ya se peleaba por ser atendida en la barra. Fue una grata sorpresa cuando sintió un dedito en su hombro y vio a la viuda, que a partir de ahora, para no ser maleducados con una Señora, le llamaremos Doña Lola.

  • Usted toma vino si no me equivoco, ¿cierto? - dijo alargándole una copa
  • Gracias – dijo Víctor. Muy amable de su parte. ¿Nos sentamos?

                  Doña Lola indicó su conformidad con la invitación de sentarse y Víctor la ayudó a acomodarse. 

  • Me alegro de verla – siguió Víctor.
  • Le voy a contar un secreto – prosiguió Doña Lola- todos los hombres de este sitio me dan asco, así que he pensado que en vez de defenderme de cincuenta durante toda la noche, si me planto con usted ahora, solo me tengo que defender de uno.
  • Pues igual el que se tiene que defender soy yo- dijo Víctor con una sonrisa.
  • No creo – replicó Doña Lola, dejando bien claro cómo estaban las cosas.

                  Víctor bebió su copa de vino y  miró a Doña Lola. Le entraron ganas de hablarle sobre su experiencia en el parque. Ya pensaba de él que era un viejo verde, ¿qué más daba que pensara que era un loco también? Cogiendo una botella de otra mesa, llenó las copas y se puso a hablar.

                  - Hoy me ha pasado algo realmente curioso. Estaba en el parque, hacía frío y me sentía viejo, viejo de verdad, como nunca me había sentido antes. Entonces, de repente, empezó a brillar el sol, los rayos del sol me dieron vida, me quitaron años. Al terminar mi paseo, me encontraba como hacía mucho que no me sentía. Salí con una sensación de positividad sobre la vida que me dieron ganas de pasar los últimos momentos de mi vida feliz en sus brazos, y me di cuenta de que me tenía que mover deprisa, ya que algo oscuro se avecina por estos lares – Ya estaba dicho, ahora se iría o se quedaría.

                  - Mi primera reacción debería ser quitarle la copa, o marcharme, normalmente sería así pero sé de qué me habla. Le he observado. Pensé que al ser hombre nunca se daría cuenta, Dios sabe la cantidad de pistas que ha tenido. No me lo explico y tampoco le puedo decir qué va a pasar, pero siento algo malvado por aquí, algo capaz de actos terribles, algo que hará que esa felicidad de que ahora somos capaces de apreciar, desaparezca para siempre. No sé cuánto tiempo tenemos, pero creo que le tengo que dar una mala noticia, usted no será el héroe de esta historia, ni yo la heroína. Lo único que podemos hacer es intentar averiguar lo que va a ocurrir lo antes posible. ¿Cuento con usted?

                  - Joder – respondió Víctor.

                  - No diga palabrotas. Ni un posible fin del mundo justifica su uso – dijo Doña Lola.

                  - Quiero decir que sí. ¿Pero qué podemos hacer? ¿Quién nos va a hacer caso? 

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